El redescubrimiento de Estela y Javier.

Un viaje a través del Lomi Lomi


Javier y Estela siempre habían sido una pareja con una conexión profunda. Se conocieron hace diez años, cuando ella comenzaba su carrera como masajista tradicional y él daba sus primeros pasos como fotógrafo profesional en una revista para adultos. Sus mundos eran distintos, pero ambos compartían una visión abierta del cuerpo y el placer, basada en el respeto y la confianza. Esa seguridad mutua había sido su mayor fortaleza, pero con el tiempo, la rutina se instaló entre ellos, convirtiendo la pasión en algo casi lejano.


Los días pasaban en piloto automático. Estela llegaba agotada después de atender clientes durante horas, sus manos expertas aliviaban tensiones ajenas, pero al final del día apenas le quedaban fuerzas para sí misma. Javier, por otro lado, pasaba largas jornadas editando imágenes de modelos sensuales, inmerso en un mundo de deseo ajeno que, paradójicamente, lo alejaba de su propia pareja. Aunque ambos confiaban el uno en el otro, la monotonía fue apagando el fuego pasional que antes los envolvía, largas horas despiertos y no necesariamente charlando. Las noches se llenaron de silencios cómodos, pero vacíos.

Fue en uno de esos días grises cuando Javier, navegando sin rumbo en internet, se encontró con un artículo en una página de masajes. No era cualquier artículo, sino uno que hablaba sobre el Masaje Lomi Lomi y su capacidad para reconectar a las parejas. Lo leyó con atención, sintiendo una mezcla de curiosidad y anhelo. Las palabras hablaban de una danza sensual, de un toque que iba más allá del alivio físico y despertaba los sentidos, algo que él y Estela parecían haber olvidado con el tiempo.



Por días, el pensamiento lo mantenía distraído de sus labores, su relación, su estado de inquietud no lo dejaba estar a lo que debía de estar. ¿Cómo mencionarle a Estela que quería probarlo sin que pareciera una crítica? ¿Cómo decirle que extrañaba sentirla en sus manos, descubrir su cuerpo con la misma pasión de antes? Finalmente, una noche, cuando ambos compartían la cama en ese silencio habitual, Javier tomó su teléfono y envió el enlace del artículo a Estela. No dijo nada, solo esperó. Ella miró la notificación, abrió el enlace y comenzó a leer.

 

El silencio fue diferente esta vez.

 

Estela deslizó la pantalla con atención, su mirada recorriendo cada palabra. Sus labios se curvaron en una sonrisa suave y, tras unos segundos, levantó la vista hacia Javier.


—¿Quieres intentarlo?


La pregunta quedó flotando en el aire, cargada de expectativas. Javier asintió con una mezcla de alivio y emoción.


—Quiero que nos reencontremos.


Al día siguiente, prepararon el espacio. Apagaron las luces principales, encendieron velas aromáticas y seleccionaron un aceite tibio con esencia de coco y sándalo. La habitación adquirió un aire distinto, casi ritual. Estela, con la experiencia de sus años como masajista, sabía cómo tocar, pero esta vez no se trataba de técnica, sino de conexión. Se quitó la ropa lentamente y se acostó boca abajo sobre la cama. Javier, aún inseguro pero decidido, vertió el aceite en sus manos y comenzó a deslizar sus palmas y antebrazos sobre su piel desnuda.


Al principio, fue un roce tímido, exploratorio. Pero con cada movimiento, la tensión entre ellos se disolvía. Sus manos viajaban con suavidad por su espalda, sus muslos, sus brazos. El ritmo pausado, las caricias largas y fluidas, la sensación del aceite caliente deslizándose sobre sus cuerpos… todo creaba una atmósfera de entrega total. Estela cerró los ojos y se dejó llevar. Cada movimiento despertaba algo en su interior, una mezcla de placer y emoción contenida. Cuando Javier llegó a su cuello y descendió con un ritmo lento y deliberado, sintió un escalofrío recorrer su piel. En ese instante, comprendió que lo que estaban haciendo iba más allá del contacto físico. Estaban redescubriéndose.


El masaje no terminó con un final abrupto ni con una necesidad inmediata de ir más allá. No era una simple antesala al sexo, sino un redescubrimiento pausado del deseo. Un viaje que los había devuelto a ellos mismos. Esa noche, el silencio entre ellos ya no fue vacío. Fue un silencio cómplice, cargado de miradas, sonrisas y piel erizada. Una promesa tácita de que, esta vez, no dejarían que la rutina apagara lo que habían reconstruido.


Y así, a través de un masaje nacido en la tradición hawaiana, Javier y Estela aprendieron que el deseo no se pierde, solo se adormece, esperando el momento justo para despertar de nuevo.

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