Descubriendo mi placer.
Siempre pensé que la sensualidad era algo reservado solo
para los demás, algo que solo se compartía con la mirada ajena o con el amor de
otra persona. Después de tantos años de matrimonio, donde los temas del deseo y
el placer parecían un tema prohibido, me encontré a mis casi 40 años frente a
una verdad que nunca imaginé: nunca había conocido realmente mi propio cuerpo.
Pero ahora, tras mi divorcio, algo dentro de mí empieza a despertar, algo que había estado dormido durante tanto tiempo. Durante años, me había enfocado en los demás, en cuidar de mi familia, en cumplir con mis roles y expectativas. El placer, la sensualidad, eran palabras que parecían fuera de lugar en mi vida, tan distantes como los recuerdos de los días en los que me sentía joven y libre.
Fue una tarde de primavera, cuando decidí cambiar mi ropa interior, que comencé a notar algo diferente en mí.
Estaba tan acostumbrada a los colores pastel, las bragas cómodas y amplias que me hacían sentir segura y desapercibida. Pero aquella tarde, al abrir mi cajón de lencería, algo me hizo optar por algo diferente. Unas bragas pequeñas de encaje negro, delicadas, con detalles que al acariciarlos me estremecieron, el roce de la tela al deslizarlas sobre mi piel me hizo sentir una chispa, una sensación cálida que jamás había asociado con este tipo de prendas. Mientras me miraba frente al espejo, me sorprendí a mí misma. Me vi de una forma que jamás me había permitido ver, una postura más sensual, más segura. Los años que había dejado pasar se desvanecían mientras mi cuerpo tomaba una forma diferente ante mis ojos, más atractiva, más viva, ¿sexy se podría decir?. La sensación de esas prendas de encaje abrazando mi figura me hizo sentir como una mujer nueva, como si al ponerme esas bragas, estuviera descubriendo una parte de mí que había quedado olvidada en algún rincón de mi vida.
El espejo, que antes solo reflejaba mi rutina diaria, se convirtió en un aliado. Al mirarme, pude ver más allá de mi exterior, pude ver mi fuerza, mi belleza, y después de mucho tiempo, me sentí con deseos por sentir cosas nuevas. Esa noche, sumida en el placer de mis propios descubrimientos, sentí que mi cuerpo ya no era un territorio prohibido, sino un espacio para explorar y disfrutar sin restricciones. Esa noche, por primera vez, sentí que las prendas no solo estaban ahí para cubrir mi intimidad, sino para celebrar lo que soy. Me deslicé entre las sábanas, envuelta en esa nueva sensualidad, y descubrí que el deseo no solo venía de otros, sino que podía nacer desde mi interior. Mi cuerpo respondía a cada toque, cada roce, cada caricia. De una manera casi inconsciente, mis dedos comenzaron a explorar las curva en mi cuerpo, espacios, lugares donde antes me sentía tímida, ajena. El simple acto de tocarme, de acariciarme, se convirtió en un viaje hacia la libertad.
Soy una mujer de medidas voluptuosas, aún atractiva a pesar
del paso de los años, y aunque ya no tengo la juventud de antes, aún siento las
miradas de los hombres a mi paso. Al principio, me incomodaba. Las miradas
ajenas me recordaban lo que había perdido en el camino, las partes de mí que
había dejado de explorar mientras vivía una vida centrada en lo tradicional.
Pero ahora, tras mi divorcio, siento que algo dentro de mí empieza a despertar,
algo que nunca había permitido que saliera a la luz. Cada noche, después de
poner a los míos en la cama, me encuentro sola en mi habitación. El silencio es
mi único compañero, y es ahí cuando, finalmente, me permito explorar mi cuerpo.
En ese silencio envolvente, mi cuerpo comienza a reclamar atención, una atención que jamás le había prestado con esa intensidad. La suavidad de mis dedos recorriendo mi abdomen, mis pechos, y poco a poco descendiendo por mi vientre, me trae sensaciones que nunca había experimentado antes. En ese momento, ya no solo sentía la suavidad del agua; sentía el roce de mi piel, el calor que se iba extendiendo, como una corriente que despertaba algo dormido en mi interior. Nunca imaginé que la bañera, ese espacio tan rutinario, sería el escenario donde todo cambiaría. Había realizado este ritual de baño infinidad de veces: el agua caliente, el jabón, el relax. Pero jamás, jamás se me había ocurrido que mi cuerpo, tan familiar, tan mío, podía ser el objeto de un deseo tan profundo.
Mientras mi piel se sumergía en el calor, la suave espuma cubría mis curvas, y el silencio solo se veía interrumpido por el murmullo del agua cayendo suavemente de la regadera, mis pensamientos empezaron a fluir con libertad. Es como si, al entrar en ese agua tibia, todo lo que antes me limitaba hubiera quedado fuera, mientras que dentro, mi cuerpo me llamaba, me susurraba que era el momento de escucharme. Fue entonces cuando, por primera vez, mis dedos se aventuraron más allá de mi abdomen, más allá de la curva de mis pechos, y descendieron por mi piel con una intención que jamás había sentido. El roce de mis dedos por encima de mis labios, se convirtió en una sensación inesperada, casi eléctrica, cuando llegué a mi zona más íntima, la sorpresa me invadió, seguida de una ligera vergüenza, pero a la vez, una sensación profunda de excitación.
Nunca me había permitido tocarme de esa forma, nunca había explorado mi interior de manera sexual. El miedo al qué dirán, el miedo a lo prohibido, se desvaneció por completo al darme cuenta de lo mucho que me estaba perdiendo, de lo mucho que había reprimido.
En ese espacio, con el agua envolviendo mi cuerpo y mis dedos explorando mi sexualidad, entendí que no había barreras, no había juicios, solo el deseo de conocerme más, de redescubrirme de la manera más auténtica posible. Cada caricia sobre mi piel me conectaba con una parte de mí que había quedado olvidada, y mientras mis dedos recorrían mi interior, una sensación de bienestar, de liberación me invadió. Era como si, por primera vez, estuviera siendo yo misma, sin restricciones, sin miedos, y el simple hecho de tocarme se volvió un acto de amor propio, un acto profundamente sensual que nunca había creído que experimentaría de esta forma.
A veces, mientras lavo la ropa, mis manos se deslizan suavemente por mi cuerpo, casi sin pensar, como si el propio movimiento de mis dedos en la tela me guiara hacia nuevas sensaciones.
Caí nuevamente en el deseo, esa necesidad de tocarme, de sentir mi cuerpo. Sin pensarlo demasiado, me encontré en el cuarto de la lavadora, cerrando la puerta tras de mí, como si este espacio tuviera el poder de ocultar mis pensamientos, mis deseos. La luz tenue, casi oscurecida de una tarde de primavera se filtraba a través de la ventana, dándole a esta habitación una atmósfera secreta, como si todo fuera parte de un ritual que solo yo podía entender.
Me quité la ropa con una rapidez casi instintiva, dejando que mis manos acariciaran mi piel mientras me observaba en el espejo cercano. Era un reflejo diferente al que había visto antes; ya no era la misma mujer. Esta vez, me sentía libre, sin barreras, sin temores. No había nadie más aquí, solo yo, con mis propios deseos, mi propio placer. Los encajes de mis bragas rojas se deslizaban suavemente sobre mi piel, y con una calma que se convirtió en urgencia, mis dedos siguieron su curso, explorando cada rincón de mi cuerpo. Fue en ese momento, en ese cuarto, que decidí cerrar un capítulo y abrir uno nuevo: vivir mi exploración sexual de manera natural, sin tabúes, sin prejuicios. Estaba lista para ser libre, para sentirme completamente dueña de mi cuerpo.
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